En Chicago, a través de la utilización de la fotocopiadora como herramienta —hablamos del año 19971— comienza a realizar sus primeras series de imágenes manipuladas colocando directamente sobre el cristal de la máquina elementos cotidianos (con mucha frecuencia aparece, en el arte realizado por mujeres, esa facilidad en la utilización dentro de la obra de lo próximo, lo que forma parte del cosmos personal y familiar; una artista, al hablarme sobre este aspecto de su obra, lo definía con extraordinaria precisión: "Trabajo siempre con lo que está, literalmente, al alcance de mi mano"). Así Marisa González introducía papeles de diferentes texturas, guata procedente del filtro de una secadora, elementos extraídos de la naturaleza, rocas, arcillas, incluso huesos; materiales encontrados y de desecho, elementos que aportaban unas formas determinadas pero que ella, a través de las inmediatas posibilidades que ofrecía la electrografía (desajustes, movimiento, secuencialidad), alteraba y distorsionaba.
En este trabajo el proceso queda en primer plano y los factores de velocidad de resolución (la idea de rapidez forma parte del propio concepto en este tipo de producciones) y de azar introducen sorpresivos resultados que se integran de forma natural en las secuencias de las imágenes.
La utilización de los recursos tecnológicos es hoy, en el campo del arte, algo habitual; pero si nos retrotraemos a 1971, época en la que Marisa González comienza a investigar y trabajar con estos medios, se puede entender la capacidad de riesgo y apertura que ya entonces la caracterizaban y que hoy sigue siendo una constante en su manera de abordar la creación. Exploraba así un campo que socavaba la sacralidad de la obra, renunciaba a los materiales llamados, tradicionalmente, nobles y a la obra fácilmente mercantilizable y depositaba su interés en aspectos y materiales frágiles, relativamente poco resistentes al paso del tiempo y puramente experimentales, demostrando así una actitud generosa en cuanto al concepto último que rige la producción y su puesta en circulación.
Es un poco más tarde, pero también en su etapa americana, cuando Marisa González comienza a trabajar con el ordenador y la fotografía, y luego con las posibilidades del programa Lumena, ideado por otro discípulo de la Sheridan, Jhon Dunn.
Me interesa dar aquí un salto cronológico para detenerme en algunos trabajos realizados en la década de los noventa, etapa en la que he podido seguir de cerca sus sucesivas apariciones, las puestas en circulación de su continuada exploración y experimentación con diferentes medios, fundamentalmente el ordenador y la fotografía digital.
En 1993 presentó una serie de trabajos, que tituló "Miradas en el tiempo", en torno a un mismo tema, o más exactamente, en torno a una misma imagen; se trataba de una imagen intrascendente seleccionada y olvidada tiempo atrás y que rescató para someterla a una serie de alteraciones a través de la máquina. Era la imagen (una fotografía apropiada) de una mujer de color que ofrecía una sofisticada sexualidad, mitad diosa, mitad mito erótico suministrado por la publicidad. Marisa González la sometía a un casi despiadado proceso de manipulaciones y agrupó los diferentes bloques de la exposición con títulos reveladores: "Deseos", "Vértigos de identidad", "Territorios" y "Silencios". Con esta serie abordaba aspectos vitales y sociales relacionados con los cambios producidos en la situación de las mujeres en las sociedades desarrolladas, un terreno complejo y contradictorio donde se superponen los papeles tradicionales del cuidado de la casa y los hijos con el trabajo remunerado; doble jornada real agravada por una presión exterior que, a través de la publicidad, proyecta un tipo de mujer perfecta, diestra ama de casa, madre dedicada y amorosa, a la par que hembra atractiva, deseable y siempre dispuesta sexualmente; es decir, un modelo difícilmente creíble y, sobre todo, agotador si se pretende asumir, pero no por ello menos alienante y presionador en el imaginario femenino y, lógicamente, en el más interesado imaginario masculino.
No es ésta la única ocasión en que Marisa González se ha ocupado en su obra de aspectos directamente sociales, de aquéllo que nos afecta en lo cotidiano a hombres y mujeres (ya en la Corcoran, en su etapa de estudiante, había expuesto la secuencia de un rostro de mujer que grita, que intenta taparse la cara con un gesto de terror frente a la agresión, una agresión más inquietante, si cabe, porque ignoramos su origen; es allí, donde no se dice, donde no se señala, donde no se da a ver, el lugar en el que la imaginación construye los más terribles fantasmas). El tema de la violencia, de la violación, de la explotación sexual, de la soledad, el individualismo, o la manipulación genética son asuntos que ha ido abordando a lo largo de esta última década. Aunque nunca haya realizado un trabajo de documentación o reflejado directamente los temas, no por ello el sustrato ideológico sobre el que se han erigido sus imágenes ha perdido intensidad.
En 1995 presentó "Viaje a Onil", una serie de imágenes intervenidas también por ordenador, que giraban en torno al juego, la infancia, la memoria; suerte de viaje real y metafórico donde parecían confluir sueño y realidad. Marisa González había visitado una fábrica de muñecos seleccionando un cargamento de cabezas, extremidades y cuerpos que eran en realidad material de desecho, defectuoso. Me pareció entonces que, tras un trabajo relativamente beligerante respecto a la realidad, había optado por una mirada que se volvía hacia adentro, hacia los pliegues más oscuros de la experiencia. La infancia como mito de una edad de felicidad y pureza es, con demasiada frecuencia, insostenible. La artista parece encarar un trabajo introspectivo que se impregna de melancolía; esos muñecos en fase de elaboración, inacabados, no encarnan ese supuesto mundo de juego y protección en el que todo es posible, sino que observan desde la oscuridad de unos ojos vacíos. Desasistidos y patéticos, casi como una fantasmagoría, encarnan como pocas imágenes lo siniestro, una fatalidad de muerte.
La artista escribía en un texto introdictorio: "El modelo-molde del cuerpo externo perturba el mítico idilio de la primera inocencia. No hay eje, ni tronco, ni origen, sólo moldes, extremos, límites, silencios, afectos y sueños".
Al hablar de molde introduce una idea que reaparece más tarde en sus trabajos más recientes, la copia, la clonación, la manipulación genética, la intervención humana sobre la naturaleza, no ya a través de los medios utilizados desde siempre, pues el ser humano se caracteriza por introducir modificaciones radicales y muy frecuentemente irreversibles en su entorno, sino de ese paso más allá que supone la manipulación genética que ya han permitido los avances científicos y tecnológicos: clonar, reproducir, copiar. Marisa González habla a través de estas fotografías de la insondable soledad del individuo contemporáneo y de sus nuevos terrores, vértigos y frustraciones.
En los últimos tres años ha dirigido su atención en este sentido: la alteración, lo monstruoso y deforme que la naturaleza produce por su cuenta o ayudada por la intervención humana. "Desviaciones" eran imágenes de frutos encontrados —limones— donde las malformaciones ampliadas por el objetivo de la cámara y su posterior intervención digital creaban un universo que remitía a lo humano; texturas de piel, de pliegues, de cavidades y hendiduras, de protuberancias que se asociaban de forma evidente con los órganos sexuales; era una especie de impresionante topografía sensual y sexual a la que sumó la presencia física de aquellas formas, los frutos se extendieron junto a las imágenes, una gran alfombra, una gran mancha deslumbrante, amarilla y orgánica que mostraba en directo su proceso de descomposición.
En su última aparición —ARCO 2000— continúa esa exploración que bajo un aspecto llamativo y casi espectacular retrabaja la idea de lo monstruoso, pero también la idea de aquéllo que se sale de la norma, lo diferente, lo otro. El rojo de las fresas, su textura brillante, las oquedades y protuberancias construyen de una manera directa imágenes perturbadoras.
"Las deformidades orgánicas, —escribe— el caos genético en el orden establecido, han construido un orden formal con referencias a lo interior, a lo más íntimo, el cuerpo". Son formas a veces amenazadoras, otras directamente eróticas que exaltan la fisicidad, la exploración del cuerpo, la sexualidad, pero que también resultan siniestras, pulsión de vida y de muerte.
La atracción por lo efímero (los materiales procedentes de desecho, los elementos descontextualizados pero que arrastran su propia historia), la serialidad y el proceso son aspectos que de diferentes formas aparecen una y otra vez en el trabajo de la artista. Se podría decir que en el fondo de estas opciones se encuentra una voluntad, no sólo transgresora y deconstructiva, sino también empeñada en poner en duda lo que denominamos realidad (distorsionar lo que entendemos como real para darle una más intensa encarnadura), un trabajo que atañe directamente al ámbito de la percepción y que paralelamente reflexiona sobre el tiempo, tanto real como experiencial.
Ese tiempo de la experiencia y la memoria personal son para ella una especie de materia, la materia conceptual con la que Marisa González construye la obra. Y es quizá en esta exposición, que le ha permitido desarrollar ampliamente un proyecto erdaderamente complejo y extenso, donde se aprecia con mayor nitidez. Se podría decir que en algunos trabajos suyos lo que nutre, lo que alimenta la obra y la sostiene más allá de su calidad formal, es una especie de lucha contra la desaparición, una obsesión por preservar la memoria de las cosas, de lo vivido, de aquéllo que alguna vez ha sido "real", de los seres, de las vivencias propias y ajenas, de los rastros dejados por los otros. Pero no se trata de una mirada nostálgica, no está empeñada en tejer con los hilos de la melancolía; se trata de un desasosiego frente a los procesos de la vida, su velocidad y la forma en que desaparecen algunas cosas fundamentales; se trata de una lucha contra la muerte y, sobre todo, contra el olvido individual y colectivo, pero es, además, la cristalización de una actitud que encierra, por encima de todo lo demás, algo que podría definirse como tenacidad de la existencia. De ahí los encadenamientos, que una imagen de forma insistente y obsesiva siempre nos remita a otra, y ésa a otra, y aquélla a una nueva, una suerte de circularidad construida a través del deseo y la necesidad de entender el mundo y la experiencia de vida como una acumulación con múltiples conexiones hacia atrás y hacia delante, donde el presente se configura a base de fragmentos de historia, memoria y expectativas, pero también a base de una fragilidad que resulta ser, al fin, extraordinariamente poderosa.
Ése es el trabajo que nos cede Marisa González, un trabajo que nos habla, con radical intensidad, con generosa opulencia, de la VIDA.